jueves, 20 de diciembre de 2007

Moriré en Santiago con cenicero

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He pensado muchas veces esto.
El poeta es arrogante. No sé si eso es bueno o malo, pero es.



Poeta que habla sobre sí mismo.
Habla sobre su nacimiento divino,
su paso por el abismo,
su caída por el abismo,
su vida por el abismo.

Da detalles de lo que tiene,
de lo que tuvo,
de lo que puede.

Se da atributos.
Pequeño Dios.
Y sale por sus puertas doradas para dirigirse al pueblo:

Oíd mis lectores,
bebed de mis rimas,
comed de mi prosa.
Alimentad vuestros espíritus
con mi verso divino.

Mas no toquéis demasiado
que todo este alimento poético está inscrito
y lamentaréis profundamente en vuestros culos
si alguna de mis rimas tocaseis.


Poeta presumido.
Poeta caprichoso.
Poeta mal criado.
Poeta egoísta.
Poeta engreído.
Poeta arrogante.


Poeta que suele hablar de sí mismo.
Poeta que suele contar lo que no nos interesa.
Poeta que suele presumir de sus bienes.
Poeta que suele resaltar su falta de bienes.

Poeta que prefiere cubir su rostro.
Poeta que lo muestra dos veces.
Poeta que prefiere esconder su nombre.
Poeta que prefiere robarse un nombre.

Poetas que deciden suicidarse demasiado temprano.
Una lástima.
Poetas que no se deciden nunca.
Una lástima.

Poeta arribista.
Poeta farsante.


Poeta que suele presumir de su potencial futuro.
Poetas que incluso presumen su muerte.



En cuanto a mi... ¿Poeta?
No lo sé.


¿Mi muerte?


Moriré en Santiago con cenicero.


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viernes, 14 de diciembre de 2007

Silencio pido a la atención


Puedo sonar majadero, me da igual.
Hoy, gracias a un gran amigo, me encontré con un déjà-vu de ideas.
Recordé una de las varias conversación que tuve con Cristián Warnken unos meses antes de matricularme en Letras en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Me dijo que se había sentido muy decepcionado de la Licenciatura en Letras de la Católica, que era una carrera que pretendía hacer de la literatura una ciencia de la teoría. No le hice caso.

Ahora, por un lado me arrepiento. Me arrepiento de no haberle hecho caso, de haber confiado en el peso del nombre de la Universidad Católica en el potencial cartón. Digo "por un lado" porque si bien no encontré lo que quería en la literatura, aprendí muchas cosas de la vida que no puedo negar y conocí a gente que ha sido importante en mi vida y que seguriá siendo. Pero ese no es el tema.

El tema es que mi amigo en cuestión me mostró una columna publicada en El Mercurio, escrita por Cristián Warnken. No voy a hablar de más. Diré lo que tengo que decir solamente: Lo que habla Cristián en su columna lo he hablado mil veces en la Universidad con mucha gente. Yo entré a buscar elementos para escribir y apreciar la literatura. Lo que encontré está bastante lejos.

Les dejo la columna para que la lean, que concuerda con lo que yo pienso en un 5000%, si no más.


Gracias.

Felipe.




Atención pido al silencio

Cristian Warnken.jpg

Yo venía infestado -después de mi periplo por la academia- por lo que George Steiner denomina la "cháchara de altura". Había estudiado una licenciatura en literatura en Santiago, que había continuado bajo el falaz rótulo de "filología" en una universidad en Barcelona. No estaba enfermo de literatura -como el Quijote o Madame Bovary, grandes lectores-, sino de teorías, la mayoría de ellas surgidas en Francia con visos de fundamentalismo y beatería. El estructuralismo, el lacanismo y todos sus derivados ya habían consumado su devastación en el viejo continente, apoderándose de todas las facultades de humanidades, enarbolando la ilusión de crear una "ciencia" de estudios de literatura, con la mayor cantinflería de abstracciones nunca jamás desplegada en la historia de las ideas de Europa.

Yo era uno de los conversos a esa nueva fe, y Barthes, Greimas, Kristeva eran citados como nuestros Dun Scoto, San Abelardo, Santo Tomás posmodernos. La nueva escolástica analizaba poemas y cuentos como quien vivisecciona cadáveres o clava mariposas muertas sobre la plancha de un insectario. La terminología en boga nos daba la ilusión del rigor y, así, términos como "hablante lírico", "semema", "narrador intrahomodiegético" y otros eran nuestros horribles comodines, que lanzábamos sobre los textos, asesinando impunemente el goce, la inocencia, la libertad de la lectura.

Recuerdo perfectamente la primera vez que todos esos silogismos se me desmoronaron como molinos de viento fatuos y vacíos. Había sido invitado a asistir a una sesión de "la hora del cuento" que Angélica Edwards dirigía y en la que participaban unos 30 niños de básica en un colegio de la periferia de Santiago. Era en una biblioteca: los niños estaban sentados en unos cojines, reinaba ahí el desorden sagrado de la infancia, pero poco a poco un silencio y atmósfera ritual se iban instalando prodigiosamente en la sala, gracias a una frase mágica que Angélica repetía una y otra vez: "Atención pido al silencio, y silencio pido a la atención", extraída de unos versos del "Martín Fierro". Y, entonces, los niños se dejaban transportar, sobre una alfombra de palabras, para ir a encontrarse con Hänsel y Gretel o la Caperucita Roja o La Bella y la Bestia, antiguos compañeros de un tiempo mítico común.

Nunca había escuchado a una contadora de cuentos hacerlo con tanta elegancia, calidez, sin énfasis, ni morisquetas, impostaciones de voz o efectos especiales. Todo se jugaba en el arte de la palabra oral, desnuda, nacida de la imaginación y de la más genuina verdad.

Después de la lectura de un cuento, Angélica abría la conversación y ahí empezaba una reflexión colectiva mucho más vital e inteligente que las que yo había escuchado en las escuelas de filosofía. Yo no podía creer lo que estaba viendo y escuchando. Se podía hablar de literatura con profundidad y levedad, seriedad y espíritu lúdico al mismo tiempo, sin necesidad de hablar de "intertexto", "estrategias narrativas" y otros bizantinismos pretenciosos.

Angélica les devolvía a los lectores el control de los libros, liberando a éstos del secuestro de los intermediarios y del peso de mochilas innecesarias y pesadas.

De pronto, me sentí otra vez un niño ante la comunión y revelación que sólo el contacto directo con la gran literatura produce en nosotros. Me di cuenta, entonces, de que había perdido lo mejor de mi adolescencia rindiendo culto a los dioses equivocados. Villon, el poeta callejero del medioevo, se lamentaba diciendo: "Ah, si hubiese estudiado en tiempos de mi loca juventud". Yo, en cambio, me decía a mí mismo: "Ah, si no hubiese estudiado tanta tontería en tiempos de mi académica juventud".



Fuente: El Mercurio, Jueves 13 de diciembre de 2007.
http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2007/12/13/atencion-pido-al-silencio.asp