sábado, 29 de marzo de 2008

Odiar siempre ha sido mi deporte favorito

Odiar siempre ha sido mi deporte favorito. Un regocijo en el alma para un deportista afín a los gritos, a los retos, reproches, regaños, sermones repetitivos y, a veces, excéntricamente rencorosos. Al volante, tanto los gritos a los otros contertulios de autopista como los reproches silenciosos a los mismos, emitidos en voz un poco baja o no tanto, hacia la gente que vaya en el coche conmigo. Incluso, al ir solo es un agrado tremendo el criticar de manera no tan católica a los imprudentes, poco atinados, desubicados y mal educados en lo que a manejar respecta.

Odiar siempre ha sido mi pasatiempo favorito. Al contribuir a la podredumbre de mi ya bastante podrido cerebro mirando la mediocre transmisión de la televisión, odio en voz alta a los personajes que aparecen en ella si es que no son de mi agrado. Los critico. A los periodistas que hablan mal, a los conductores que conducen mal, a los cantantes que cantan mal, a los comentaristas que comentan mal (definitivamente), a los actores que actúan mal, a los concursantes que concursan mal (con mayor razón cuando yo se de manera demasiado certera la respuesta a la pregunta que ellos erran), a los entrevistados que no responden a las preguntas (¡cómo detesto a los entrevistados que no responden a las preguntas!), a los jueces que juzgan mal, a los delincuentes que delinquen mal, a los editores que editan mal, a los asesinos que asesinan mal, a los directores que dirigen mal, a los escritores que escriben mal. Esos son párrafo aparte.

Odiar siempre ha sido mi trabajo favorito. Escritores, escritores, excretores, escritores, escritores, poetas, poetas, poetas, novelistas, ensayistas, poetas, escritores, novelistas, poetas, escritores, po-e-tas… Aquí tengo algunas dudas frente a mis odios, pero tengo puntos a favor porque reconozco y asumo mi responsabilidad con respecto a mi odio hacia algunos excretores o escritores que a mi juicio (y es ahí donde entran mis dudas para hacer de mi apreciación una regla general, pero como hablan de los gustos al apreciar las obras, lo más probable es que mi opinión poco y nada valga) escriben mal y no entienden la verdadera tarea que se les ha sido, desde mi punto de vista, mal encomendada. Creo que hay ciertos escritores a los que deberíamos quitarles (había pensado en decir “su pluma”, pero sería bastante poco realista, así que diré “su computador”) su computador y luego encarcelarlos y hacerlos pagar por daños morales. Hablo de aquellos escritores de literatura (algo dudosa) barata (en el sentido de pobre, no de su costo en las librerías) y que destacan por sus superventas. Pensarán quizás que hablo desde la envidia que me corroe. Están equivocados así que dejen de pensar aquello. Para mí son detestables. Algunos, creo, nacieron detestables, son detestables y morirán detestables. Aquellos escritores, novelistas, poetas que complican su escritura con intervenciones estridentes de Real Academia, con olor al “botón derecho-sinónimos” de Word. Esos que hacen de personajes descritos como incultos hablar como ministros de relaciones públicas europeo. Es una problemática de la sociedad que no ha tenido solución alguna en mucho tiempo (sobretodo en estas últimas décadas): la Literatura de Mierda. Es un término amplio, desde la autoayuda hasta algunos de los bestsellers más best sellers. Me refiero a la sociedad no con el afán de culparla una vez más de algún malestar público de la cultura o de la política o de cualquier cosa de la cual la sociedad ha sido culpada. Podría entrar en el discurso típico de la crítica a la sociedad de consumo y de la cultura de mall, pero no lo haré porque asumo que esa postura está algo inconcientemente aferrada a sus mentes. Yo entiendo a la sociedad y la acepto tal cual es. A que me refiero: las editoriales son empresas destinadas a la producción de libros para ser vendidos, por lo que si el libro editado no vende, no sirve y luego no se edita más, porque no cierra el ciclo del mercado de las editoriales. El problema es que la sociedad y más precisamente los consumidores compran cierto tipo de literatura (no por nada los Best Sellers se llaman Best Sellers) que les es grata, que les gusta, que les es cómoda. Ahí entran al baile aquellos escritores de novelas a veces enormes que tienden a ser leídos en un par de días. Escritores de novelas rápidas en ediciones de bolsillo. Aunque a veces hay que quitarle algo de culpa al escritor. Las editoriales por contrato piden una cierta cantidad de producciones que a veces son forzadas. Otras veces el problema radica en que un escritor es tan superventas que cualquier texto que escriban y firmen con su nombre se vende como pan caliente. A veces es una lástima que ese escritor haya escrito grandes obras para llegar a la cima y en la cima escribe basura para seguir vendiéndolas con la fama de las majestuosas obras anteriores y agrandando las billeteras y cuentas bancarias legales e ilegales de las editoriales correspondientes. Está el que mencionaba anteriormente que escribe con personajes trastocados e incoherentes (pero mal), el que escribió grandes cosas y que luego de diez años sin publicar lanza con bombos y platillos una pésima reescritura de una obra maestra (justificando con su amplio currículum la moral que posee para tal crimen), están también aquellos que escriben tres novelas de cuatrocientas páginas al año, aquellos que tras su trayectoria y premios se lanzan a traducir textos intraducibles (Traduttore, Traditore), aquellos que se llenan de orgullos, premios y honores, pero que al fin y al cabo caen en todos o algunos de los errores anteriormente mencionados o aquellos que se cuelgan de sus apellidos para justificar sus obras.

Odiar es mi placer preferido. Odio a los delincuentes que son capturados in fraganti. Me siento con la necesidad y con la profunda convicción de reprocharlos a larga distancia porque si yo cometiese aquellos delitos estudiaría bien el caso para no fallar, porque de fallar se acaba todo. Delinquir es una tarea que no puede errarse, de lo contrario son dignos de una crítica y de un castigo, ya que ni siquiera lo poco que hacen lo hacen bien. Por lo mismo halago a los tramposos de casinos que hacen millones y millones con ingeniosos planes y una vez que ya consiguen el dinero que se propusieron, se retiran y no vuelven nunca más a pisar el suelo de una sala de juegos. Ésos son los ladrones que valen la pena. Los otros aténganse a mis odios recurrentes.

Odiar es mi pecado preferido. Odiar de más. Odiar cuando se que no tengo razón y que si me escucharan los que son objeto de mi odio me desarmarían con un solo argumento. Odiar cuando quiero hacer prevalecer mi tesis incorrecta frente a otras posibles certeras. Odiar cuando no hay remedio para el mal que odio. Odiar desautorizado en la materia (el favorito y recurrente de muchos), como cuando odio a alguien por no hacer bien su trabajo o no cumplir bien su rol en algún cargo público o no tanto, sabiendo que yo difícilmente lo haría mejor. Odiar por odiar. Es un goce, un júbilo en las venas. Odiar es algo que alboroza el espíritu, reboza de alegría y de energía mi corazón. Según algunos, entre el amor y el odio hay una delgada línea, una delgada separación, yo creo que pensándolo matemáticamente, son dos conjuntos que se intersectan y el elemento que queda en dicha intersección soy yo.
(De verdad, si alguien se da la paja de leer esto diga yo, sólo para saber)

martes, 25 de marzo de 2008

La foto, la almohada, la tos

La foto.
Las lágrimas.
Las guitarras.
Los ojos.
El tiempo.
El pelo.
La vida.

La muerte.
La pena.
El olor.
La impotencia.
Los huesos.
El frio.
La vida.

La almohada.
Los surcos.
Las heridas.
El teléfono.
Los lentes.
El olvido.
La vida.

La muerte.
Los compromisos.
La tristeza.
Las promesas.
El orgullo.
La decepción.
La vida.

La toz.
El colchón.
La ausencia.
El adiós.
La nada.
El perdón.
La vida.


La vida.